Su curiosa anatomía le permitía moverse con destreza en cuatro patas en las ramas de los árboles, y en dos en terreno plano. Más de cuatro millones de años después de su fallecimiento, los 125 huesos que permanecieron milagrosamente intactos fueron custodiados durante 15 años por Tim White, de la Universidad de California en Berkeley, y Gen Suwa, de la Universidad de Tokio. Hace apenas unos meses se hizo público este descubrimiento que, muy probablemente, cambiará la historia evolutiva de los seres humanos.
Ardi es más de un millón de años más vieja que Lucy, hallada en 1974, a quien se le denominó “el eslabón perdido”. También era una mujer o, con más precisión, una hembra. Se sabe hoy que el término “eslabón perdido” es incorrecto en cualquier acepción. “Lo peor es la implicación de que en algún momento existió un ser que fue medio chimpancé y medio humano”, se aclara en el artículo de Jamie Shreeve, portada de esta edición. El hallazgo de la osamenta completa nos permite abandonar esta etiqueta anticuada y mirar con nuevos ojos la evolución del hombre.
Hace algunos meses tuve una comida con un amigo que, a la luz del tequila, se convirtió en un encuentro de necedades, básicamente porque mi entrañable colega sostenía que no podía haber nada de africano en sus genes. Con el descubrimiento de Ardi se divulgará más el hecho, quizá ya incontrovertible, de que los ancestros de todas las personas modernas pueden rastrearse en una población que vivió hace 100 000 o 200 000 años en África. Y Ardi es el miembro más antiguo de nuestra especie que se ha encontrado. Al final todos somos, queramos o no, orgullosamente africanos.
Fuente: Omar López Vergara es editor para América Latina de la revista National Geographic en español.
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